La decisión de la administración Trump de imponer un depósito reembolsable de hasta 15.000 dólares para ciertos solicitantes de visa a Estados Unidos fue recibida como lo que en realidad parecía: un muro disfrazado de cheque bancario. No se levantó en la frontera con ladrillos y cemento, sino en las ventanillas consulares, donde la entrada a un país quedó condicionada no ya al pasaporte, sino al bolsillo. El argumento oficial era impecablemente contable: quienes piden una visa de turismo o negocios —la célebre B-1/B-2— debían dejar una especie de fianza para garantizar que volverían a casa. Si lo hacían, recuperaban el dinero; si no, lo perdían. Un contrato simple, frío, casi matemático. Pero detrás de esa lógica se escondía una paradoja digna de un tratado de ironía: se buscaba frenar la inmigración irregular restringiendo precisamente a los que intentaban hacerlo por la vía regular. La lista de países afectados resultaba reveladora. Nigeria, Haití, Afganistán, Irán, Angola, Sudán ...