La decisión de la administración Trump de imponer un depósito reembolsable de hasta 15.000 dólares para ciertos solicitantes de visa a Estados Unidos fue recibida como lo que en realidad parecía: un muro disfrazado de cheque bancario. No se levantó en la frontera con ladrillos y cemento, sino en las ventanillas consulares, donde la entrada a un país quedó condicionada no ya al pasaporte, sino al bolsillo.
El argumento oficial era impecablemente contable: quienes piden una visa de turismo o negocios —la célebre B-1/B-2— debían dejar una especie de fianza para garantizar que volverían a casa. Si lo hacían, recuperaban el dinero; si no, lo perdían. Un contrato simple, frío, casi matemático. Pero detrás de esa lógica se escondía una paradoja digna de un tratado de ironía: se buscaba frenar la inmigración irregular restringiendo precisamente a los que intentaban hacerlo por la vía regular.
La lista de países afectados resultaba reveladora. Nigeria, Haití, Afganistán, Irán, Angola, Sudán del Sur, Yemen… todos con un denominador común: crisis políticas, conflictos bélicos o desigualdades estructurales. Es decir, se les pedía demostrar solvencia económica a ciudadanos de lugares donde el dinero suele ser lo más escaso. Como pedirle a un náufrago que pague entrada antes de subir al bote salvavidas.
Los defensores de la medida hablaron de seguridad nacional, de responsabilidad fiscal, de orden migratorio. Sus detractores, en cambio, vieron discriminación y exclusión: un filtro que no evaluaba la intención del viajero, sino el saldo de su cuenta bancaria. Porque, seamos francos, un depósito de 15.000 dólares no es garantía de honestidad, sino de riqueza.
Lo más llamativo es que la regla nació como programa piloto de seis meses, un ensayo burocrático. Sin embargo, lo que muchos temían era el precedente: ¿y si el futuro de la movilidad internacional se convierte en un sistema de “visas hipotecadas”? Viajar al extranjero ya no como derecho o privilegio, sino como apuesta financiera.
En el fondo, la medida condensaba una contradicción propia del siglo XXI: vivimos en un mundo que se proclama interconectado, pero que coloca candados cada vez más sofisticados. Se habla de globalización, pero lo que realmente circula libremente no son las personas, sino los capitales. Los turistas de altos ingresos siempre serán bienvenidos; los migrantes pobres, incluso con documentos en regla, siguen siendo vistos como sospechosos.
Quizá lo más irónico de todo es que Estados Unidos, país forjado por oleadas de inmigrantes sin depósitos ni garantías, ahora se empeñaba en blindar sus puertas con un sistema que habría impedido la llegada de buena parte de quienes construyeron su historia.
El experimento de los depósitos migratorios fue breve, pero dejó una pregunta flotando en el aire: ¿cuánto vale hoy la libertad de movimiento? Y, sobre todo, ¿quiénes pueden pagarla?
Fuente: Departamento de Estado de EE.UU., medios internacionales y reportes oficiales de migración.

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